martes, febrero 22, 2005

Visiones de futuro

El derrotero marcado por la industria cultural (que si bien no puede ser caracterizada como un producto de cultura popular, es inequívocamente parte del acervo social) ha marcado la tónica del espíritu de cada época. Y una prueba de esto es el camino marcado por la ciencia-ficción y la fantasía épica. Veamos cómo es esto.

A partir de la segunda mitad del siglo XIX comienza el desarrollo de una literatura que comienza a meterse con la relación ambigua de las modernas sociedades industriales con los abruptos cambios en la ciencia y la tecnología, que afectaba cada vez más la vida de las personas. Jules Verne es un exponente claro de esto: escribió desde historias de exploración científica (Viaje al centro de la Tierra, 1864; De la Tierra a la Luna) hasta reflexiones sobre el uso de los recursos tecnológicos por parte de personajes que siguen sus propias leyes (20.000 leguas de viaje submarino, 1870; Robur el conquistador). Por su parte, Mary Wollstonecraft Shelley reflexionó tempranamente en su Frankenstein o el moderno Prometeo (1818) sobre los límites de la ciencia, en el caso particular de un científico que crea vida a partir de la muerte. Es decir, en relación con el caso anterior, el temor clave expresado en este período es el del científico que puede “jugar a Dios”, es decir, que obtiene un poder capaz de desafiar a la naturaleza o a las sociedades humanas. En otra línea de exploración literaria, H.G. Wells introduce la temática alienígena en La guerra de los mundos (1898), introduciendo a la humanidad en un universo que se volvía cada vez más vasto y complicado.

La primera mitad del siglo XX, caracterizada por el optimismo en la positividad de la ciencia y en su avance continuo, se vio reflejada en la ciencia-ficción publicada en las “pulp magazines”, desarrollada en forma de cuentos de diferente extensión y contando como máximo exponente a Isaac Asimov: este autor desarrolló en su obra la tesis de que las particularidades de la raza humana, incluso las que aparecen como defectos, son los elementos que la convertirán en una civilización destacada en el universo. Ejemplo de esta línea de trabajo (la obra de Asimov tiene varios ciclos y series simultáneas) son algunos cuentos significativos como, por ejemplo, “Los buitres bondadosos” o “En una buena causa...”.

Pero la tesis contraria y pesimista sería planteada por otro escritor formado en la era pulp, que marcaría el quiebre desde los años 50: estamos hablando de Philip K. Dick. No casualmente su obra, basada en realidades virtuales, sociedades de control y en el desarrollo beligerante y disfuncional de la ciencia, es revisitada por el cine actual (desde la casi lejana Blade Runner hasta la reciente Minority Report, pasando por la alusión hecha por Terminator al cuento “La segunda variedad”); otra referencia paradigmática sería el relato “Algunas clases de vida”. Esta línea desembocaría en la literatura cyberpunk, cuyo exponente más destacado es William Gibson (Neuromante, Johnny Mnemonic). Por supuesto, no podemos dejar de nombrar aquí a otro precursor de las sociedades de control, George Orwell (Eric Arthur Blair), quien en su novela 1984 (1949) llevó al paroxismo la vigilancia sobre el individuo, llegando a atar el pensamiento, mediante la reescritura del pasado de acuerdo al presente. Tengamos en cuenta que en la segunda mitad del siglo XX el desarrollo de la técnica llevó a la creación de armas de destrucción masiva en sin que se produzca ningún avance en las relaciones entre los Estados y los hombres; es también la época en que las utopías (socialismo, Estado de bienestar) devienen en regímenes que cada vez más vigilan a sus propios ciudadanos, para terminar triunfando el proyecto neoconservador de Reagan y Thatcher, que instauró la injusticia social, la anomia y la exclusión como la única realidad para millones de personas. En definitiva, este es el tiempo del quiebre de la fe en el progreso indefinido de la humanidad.

Pero... aquí llegamos al presente. Si a través de la ciencia-ficción pasamos del optimismo en el porvenir a un futuro poco promisorio, que cada vez se acerca más, es en este punto en que se produce el escape hacia otras realidades: el comienzo del siglo XXI aparece acompañado por una nueva pasión por la fantasía épica, particularmente a través del gran auge y rescate cinematográfico de la obra de J.R.R. Tolkien (El Hobbit, 1937; El Señor de los Anillos, 1954-55; El Silmarillion, 1977). Su visión romántica incluye un mundo medievalesco, una Tierra Media surcada por bosques donde el cielo es límpido y la naturaleza radiante; pero fundamentalmente es un mundo mágico donde las reglas de juego están claras, el bien y el mal no disimulan y donde los poderosos pueden ser derrotados por el coraje de unos pocos héroes: todo lo contrario del difícil mundo en el que vivimos hoy. Sin embargo, Tolkien hace una operación muy particular en sus obras: crea un mundo fantástico y mítico, pero lo narra desde el final de esa era. Para entender esto basta seguir la historia de los elfos y los hombres: los primeros simbolizan la magia primigenia de la naturaleza, viven miles de años y les gusta pasar ese tiempo cantando y escribiendo canciones sobre tiempos idos. Pero para el tiempo en que transcurre El Señor de los Anillos estos seres bellos altos, rubios y luminosos están en retirada de la Tierra Media, desplazados por una raza de seres de corta vida individual pero pujante en su conjunto, destinada a hacerse cargo del mundo: no es otra que la raza humana, con sus forjas de metal, cuyos fuegos son alimentados por la tala de bosques. Es decir que el mundo mítico de Tolkien terminará convirtiéndose en nuestro mundo, el mundo que los hombres supimos construir, lo que de alguna manera termina llevándonos al principio. Y no está mal, después de todo. Porque de esto se trata: del hombre y su circunstancia, siempre definitiva e inequívocamente humano.