martes, septiembre 28, 2004

Una tarde de verano

Mayumi cruzó la calle de tierra picando su pelota. Se había escapado de su casa mientras su padre descansaba y su madre estaba en el templo. Su hermana Saeke estaba estudiando; por eso aprovechó para salir afuera en busca de sus amigos. Especialmente Higen, el menor de los Yoshimoto. Él tenía diez años, uno más que ella.

Mayumi sonrió: pensó en lo rara que se ponía Saeke cuando se cruzaba con Keiichi, el hermano mayor de Higen, de dieciséis años, la misma edad de Saeke. Mayumi no sabía mucho todavía de lo que era el mundo de la adolescencia, pero se imaginaba que en poco tiempo más se iba a ver envuelta en otras sensaciones... incluso tal vez miraría de otra manera a Higen. Pero eso sería en otro tiempo: otro tiempo que ya llegaría.

Con la misma despreocupación apareció Higen, ataviado con pantalón corto y camisa blanca, en medio del caluroso verano. Mayumi se acomodó los faldones de su yukata, como al descuido.

—¿Cómo estás? —dijo el niño, saludando con una mínima inclinación de cabeza.

—Aburrida —le respondió Mayumi, picando su pelota. —¿Vamos a jugar?

—Hace calor... —dudó el chico. Bueno, ¡vamos! —se decidió finalmente.



Keiichi llegó de la escuela en horas de la tarde. Se había demorado porque después de clases se había tenido que quedar para recibir una charla de parte de unos soldados. Le habían explicado lo que era la patria, lo que era el honor, lo que significaba el legado de sus ancestros. Pero Keiichi tenía otras cosas en la cabeza. Pensaba en las primeras salidas con sus amigos, y pensaba también en chicas. Especialmente en Saeke, esa vecina que tanto le gustaba. O él creía que le gustaba. En realidad no tenía muy en claro sus sentimientos; en todo caso, nunca había sentido nada parecido. Lo cierto es que sus amigos ya se daban cuenta y le hacían bromas al respecto, cosa que turbaba aún más a Keiichi.

Cuando entró en su casa, le sorprendió el silencio reinante, prueba de que su hermano no estaba.

Su madre estaba en la cocina, picando rábanos.

—Ya está atardeciendo —dijo la mujer, casi susurrando. —Y tu hermano aún no vuelve. Deberías ir a buscarlo. Tu padre volverá en cualquier momento, y querrá cenar inmediatamente.

—Sí, mamá, ¡enseguida voy! —exclamó el joven, sospechosamente obediente, mientras se inclinaba frente a la mujer. Supuso con quién estaba su hermano menor, e intuyó una buena ocasión para cruzarse con su vecina.

Su madre le vio partir a toda velocidad, y sonrió. “Qué rápido crecen,” pensó, y siguió picando rábanos.



Saeke salió de la casa, en busca de su hermanita. Su madre la había responsabilizado a ella al volver del templo... porque además no había terminado sus tareas. Sin discutir, se puso sus sandalias y salió a la calle, con los tasukigake aún sosteniendo las largas mangas de su kimono. No tardó en encontrar a Mayumi, jugando a las escondidas con Higen en la otra cuadra. Apenas había comenzado a regañarla cuando Keiichi dobló la esquina... y todas las prioridades cambiaron.

—Hola —dijo el muchacho, con un nudo en la garganta.

—Hola —le respondió la chica sin mirarlo, inclinando levemente el cuerpo.

—¿Cómo estás? —atinó a decir él, visiblemente nervioso.

—Bien —soltó ella, poniéndose colorada.

—Lindo día —opinó Keiichi, buscando conversación.

—Sí, caluroso —le contestó Saeke, y no pudo seguir.

—¿Qué hacés? —interrogó finalmente el joven.

—Vine a buscar a Mayumi. ¿Y vos?

—A lo mismo... digo, mi mamá me mandó a buscar a Higen —agregó Keiichi, avergonzándose por haber mencionado el mandato materno.

—Ah —manifestó Saeke. —Bueno, nos vamos, hasta la vista.. —Las dos hermanas hicieron una reverencia y dieron media vuelta.

—¡Esperá! —gritó el adolescente, y se asustó de su propia voz. Recompuso su coraje y se arriesgó. —¿Te gustaría salir a pasear conmigo mañana, o a tomar algo, o a hacer lo que vos quieras? —Recién entoces respiró.

Saeke no podía creer lo que estaba pasando. “Bueno”, musitó, “a las cuatro”, sin preocuparse si en su casa la dejarían, y salió disparada hacia su casa, arrastrando a Mayumi del brazo. Keiichi no se movió hasta que su amada se perdió de vista.

Esa noche, a la hora de dormir, Saeke sonrió para sí misma. Sus ojos brillaban. Mañana vería de nuevo a Keiichi, su primer amor. Mañana tal vez serían novios... Acostada en su futon, no podía dormirse, pensando en ese momento. Así, sin darse cuenta, se hizo de madrugada, y las primeras luces del día invadieron el cielo en su inexorable recorrido. A Saeke no le importó: “falta menos”, fue su conclusión. Pensó que esa fecha quedaría grabada para siempre en su memoria: 6 de agosto de 1945...



—Oh, Dios mío —atinó a decir el teniente Jameson. Sus ojos se abrían como ventanas de par en par en un día de tormenta, tratando de captar el suceso en toda su dimensión. La dantesca imagen que se desplegaba allí abajo excedía los límites de su comprensión.

—¿Qué hemos hecho? —le preguntó su copiloto, el sargento Stuart.

—Historia. Hemos hecho historia, mal que nos pese. Y será la historia quien nos juzgue —respondió Jameson. —Pegamos la vuelta —agregó finalmente, y encaminó a su avión, el Enola Gay, de regreso a su base, mientras un hongo de fuego y viento terminaba de arrasar con Hiroshima.